07 julio 2021

La gran oportunidad

 Juan Ángel Cabaleiro


   A veces, cuando se te presenta una gran oportunidad en la vida, simplemente la dejas pa­sar. Quizás porque no eres capaz de reaccionar y aprovecharla, o quizás porque descubres, en el último instante, cosas que son aun más importan­tes. ¿Quién no dejó pasar un amor por culpa de una indecisión, por una duda al doblar una es­quina, o al subir a un tren? ¿A quién no se le es­capó tontamente de las manos alguna cosa quizás fundamental?

Ocurre que las grandes oportunidades no se anuncian, se te aparecen por sorpresa en las curvas de la vida y si no eres lo suficientemente ágil para cazarlas al vuelo, las pierdes. No hay marcha atrás. Puede que se presenten una vez en la vida, puede que más. Yo intento justificarme, absolverme, por­que después de treinta años sigo esperando la se­gunda. Pero lo mío, además de mujeres, trata de ese otro gran amor que tenemos los hombres: los coches.

De adolescente coleccionaba la revista Corsa, que se editaba en Argentina. Era una revista de automovilismo. Salía siempre en la portada una fotografía de un coche de rally lleno de publicidad y de números y de nombres, levantando tierra o agua a los costados. Me encantaban. No quiero decir que mi sueño haya sido correr en rally. Quizás salir a un camino de tierra y pasar a toda velocidad por un gran charco, trazando dos grandes cortinas de agua para los costados. O tomar una curva y desparra­mar una buena nube de tierra; levantar polvareda.

   Pero sobre todo, sobre todo… ¡conocer a mi ídolo! Se llamaba Carlos Reutemann, y era piloto de Fórmula 1 por aquel entonces. Pero a veces corría rally también. Cuando me pasó eso que estoy intentando contar, Reutemann estaba por correr el Rally de Argentina, que pasaba por mi provincia, Tucumán. «Reutemann va a venir a Tucumán», pensaba yo. No lo podía creer. Yo y muchos.

   El rally pasaba por los cerros tucumanos, verdes, frescos y con unos precipicios temerarios en algunas zonas del recorrido. Conseguí que mi padre me prestara el Gordini para ir a ver el rally. La etapa era un domingo y había que subir muy temprano porque a las nueve cortaban las rutas. Yo pensé: «¿Y si voy un día antes y paso la noche allá, en una tienda de campaña?». Entonces llamé a Silvia, mi novia, para invitarla. Tendríamos diecio­cho años.

   ―¡Por favor, vamos! ―le decía.

   ―Ni loca.

   A las chicas es raro que les guste el automo­vilismo, así que me estaba costando convencerla. Para colmo me dice:

   ―Además, el Gordini no sube el cerro.

   ―¿Qué no sube…? ¿Qué no sube…? ―Me puse como loco.

   Por las dudas, esa tarde le pregunté a mi pa­dre. Me dijo:

―¿Cuántos van a ir?

―Silvia y yo.

―Tranquilo, sube. Con dos personas sube, con tres ya no.

Al final, convencí a Silvia y salimos el sábado por la mañana. El plan era preparar un asado arriba, en unos merenderos que hay, y seguir viaje hasta un punto bueno para ver pasar los coches. Allí acamparíamos y pasaríamos la noche. ¡Solos! El domingo, después de ver la etapa, volveríamos a casa. Nada de eso interesa ahora.

Antes de empezar la subida pasamos por la carnicería. Silvia me aclaró:

―Para el asado se calcula un kilo por per­sona.

―Un kilo es mucho. Medio.

―¿Y el carbón?

―Carbón no hace falta. Hacemos el fuego con leña del cerro.

Cuanto menos peso para el Gordini, mucho mejor.

En las primeras cuestas, las más suaves, el Gordini respondió bien. Más arriba la cosa se em­pezó a poner pesada. Iba, iba, iba…, pero no le so­braba casi nada. Silvia me decía:

―Si tenés ganas de hacer pis aprovechá. Todo lo que sea aligerar, bienvenido sea.

―Muy graciosa.

O más adelante:

―¡Cuidado que se posa una mosca!, ¡espan­tala que nos quedamos!

―Muy graciosa, pero bien que vas disfru­tando en el Gordini.

En esas estábamos. Yo pensaba en la noche que pasaría en medio de los cerros, solos, con Sil­via… «Si hace falta, me bajo y empujo», me decía. Entonces ocurrió. Fue después de una curva, donde la ruta se estrechaba bastante y se abría a un preci­picio, justo al fondo de una bajada, como en el fondo de un pozo entre dos cerros. Había un hom­bre al borde de la ruta haciendo señas.

―¡Reutemann! ¿Reutemann? ¡Sí, es Reute­mann! ―grité.

―¡Sí, es Reutemann! ―gritó Silvia.

Iba vestido con traje de piloto en el que pre­dominaba el blanco. Justo atrás se veía un coche inclinado sobre el precipicio. La parte de adelante no se alcanzaba a ver. Nos detuvimos. Reutemann se acercó a mi ventanilla:

―¿Hay un teléfono por acá cerca? ―yo le mi­raba la cara y no lo podía creer. Era la cara de las revistas, y ahora la tenía ahí, del lado de afuera de la ventanilla del Gordini, medio agachado, con una mano sin guante apoyada sobre la puerta. Tenía un logotipo amarillo de una marca de aceite de motor, me acuerdo.

―En la hostería, en San Javier. Lo único ―dije. Reutemann se enderezó y por un instante solo le vi el cuerpo y el cuello. El logotipo amarillo se repetía en varias partes del traje. Creo que murmuró: «La puta madre…» Le iba a preguntar qué le había pasado, si estaba herido o algo, pero justo se volvió a agachar, enmarcándose de nuevo en la ventanilla del Gordini. Dijo:

―¿Está lejos? ―Tenía una voz rara, un poco nasal.

―Unos veinte kilómetros serán.

―Entonces me tienen que llevar.

―¿Cómo hacemos? ―le pregunté. Justo ahí la miré a Silvia. Habrá sido un segundo, suficiente para la confusión. Yo le preguntaba a él, al ídolo mundial de las revistas, al subcampeón del mundo, al hombre de las grandes hazañas, al piloto de rally que acababa de tener un accidente en un recono­cimiento del tramo y que estaba ahí, necesitán­dome a mí y al Renault Gordini de mi viejo, modelo 1970, color naranja. Pero me respondió Silvia. Creo que él no la oyó cuando dijo: «Yo ni en pedo me quedo acá sola».

A Silvia no la podía dejar, era evidente. «¿Y si vamos los tres?», pensé. Imposible. Tenía que ba­jarme yo, no había otra alternativa. Ya digo que habrá ocurrido todo en medio minuto, pero yo sentía que era una eternidad, y en esa eternidad se me pasaron imágenes de mi habitación, de las pa­redes llenas de fotos del Lole Reutemann, y las fatídicas palabras de mi viejo, «con tres, no sube». Por un instante me imaginé la escena: parado en medio de la nada, junto a un coche de carreras roto, viendo alejarse mi Godini y mi novia con un tipo famoso al volante. ¡Se llevaba mis dos amores! Y después recuperar el Gordini, los periodistas, mi viejo… ¡Los planes de esa noche perdidos!

―Manejo yo ―contestó Carlos Alberto Reu­temann.

―No, mejor manejo yo ―le corregí.

Puse primera y arranqué como un campeón. Ni autógrafo, ni la mano, ni una foto con él, ni una conversación, ni siquiera un tiempo compartido con mi máximo ídolo, con el ídolo de todo un país. No quise mirar por el retrovisor.

Había perdido la gran oportunidad, pero no me arrepiento.






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