Juan Ángel Cabaleiro
El joven Ramiro, encaramado en la tapia que daba a las
huertas, llevaba un largo rato esperando a la señorita Carmen. La muchacha
salió por fin de la salita, atravesó el desgastado patio de ladrillos, ―rodeó
el aljibe, el charco de agua y los cubos diseminados alrededor―, y continuó con
paso decidido hacia uno de los extremos de la galería.
El muchacho sintió que la ansiedad lo embargaba.
Arriba, el cielo estaba alto y despejado, casi transparente a primera hora de
la tarde. Advirtió que la chica apenas le había lanzado una mirada furtiva
―pero cómplice― mientras avanzaba sujetando el lánguido vestido. Observó el
cabello negro atado en un rodete con peineta y el vestido claro y suelto ―a la
nueva moda francesa― alejarse en diagonal hacia el rincón sombrío del patio,
donde estaría desierta la habitación de los mulatos.
Del lado de la huerta un caballo piafó. A Ramiro lo
sacudió un sobresalto, pero enseguida retornaron la inmovilidad y la calma. En
el tejado que se inclinaba sobre la galería, un jilguero daba pequeños saltitos
picoteando aquí y allá; observó alrededor: en el patio grande no se veía un
alma. Entonces el muchacho se descolgó en silencio hacia el interior de la
casa.
Por un instante se mantuvo inmóvil, en cuclillas, como
al acecho. Se sacudió el pantalón de paño y acomodó el corbatín sobre la camisa
blanca con volados. Vio, bajo los soportales del patio, contra el encalado de
las paredes, los arcones, los baúles y algunos muebles cubiertos con mantas.
Por todos lados habían extendido guirnaldas y escarapelas, preparando ya el
baile del día siguiente. Había también, junto al arco del pasillo que conducía
al primer patio de la casa, un tinajón enorme de cerámica anaranjada adornado
con jazmines. Por allí, desde el patio chico, primero, y de la calle Matriz, al
fondo le llegaba el rumor de la multitud expectante.
Era evidente que la jovencita aprovechaba el ajetreo
de ese día excepcional para escapar un momento de la vigilancia de la abuela
Francisca. Nadie, salvo Ramiro Azaña, la había viso perderse en la antigua
habitación de los sirvientes, convertida en depósito solo por esos días. A
pesar de las advertencias, Carmen se había acercado a la parte principal de la
casa, donde había funcionado un tiempo la Aduana, y donde ahora estaban
reunidos los señores venidos de tan lejos por asuntos políticos. ¿Para qué,
exactamente? Algo ocurría en el largo salón que atravesaba todo el ancho de la
casona. Algo ocurría detrás de ese muro ciego, entre el patio grande del
aljibe, que daba atrás, a las huertas, y el patio chico, adelante, que llamaban
«de las flores», al que apuntaban la puerta y los dos ventanales enrejados del
salón, y que a esa hora estaba abarrotada de curiosos.
Ramiro la había visto frenarse un momento y entrar con
cuidado, comprobando, tal vez, la posible presencia de algún sirviente. No
había puerta en la larga habitación, o la habían dejado completamente abierta.
Mejor así; una puerta abierta no levanta sospechas. Carmen desapareció en la
penumbra. El joven Ramiro se enderezó, cruzó el patio siguiendo los pasos de su
amada, y entró.
El cuarto olía a humedad, a caballeriza, a almacén.
Era un aposento largo y sombrío, con apenas un ventanuco alto que daba al campo
de las carretas y que dejaba pasar un polvoriento cañón de luz. Por todas
partes habían amontonado para los sucesos de los últimos días fardos de alfalfa
y sacos con legumbres; Carmen fue hasta el fondo, lejos de la puerta, detrás de
un muro de fardos, y encendió un candil, que comenzó a arder sobre una caja.
Las sombras se agigantaron contra el muro. La muchacha estaba sentada ahora en
un camastro de fierro que tenía un grueso y amorfo colchón de lana. Ramiro se
acomodó a su lado y detrás de ellos las dos sombras se fundieron en una. Un
muro de adobe los separaba del salón cedido por la señora Francisca para la
ceremonia. Era el martes 9 de julio de 1816, y en San miguel de Tucumán la
tarde se presentaba fresca, apacible, algo húmeda pero sin mosquitos, con un
cielo de un celeste casi irreal que se extendía del otro lado del marco sin
puerta, recortado como en un cuadro, tras la tapia y el oloroso ramaje de los
naranjos.
Delante de la casa, sobre la calle Matriz, habían
dispuesto largos abrevaderos que los negros rellenaban con agua del aljibe; un
mozo de carga entraba de tanto en tanto a retirar un fardo de alfalfa para las
bestias. Junto a la casa, en el pequeño establo de los Laguna Bazán ya no había
espacio para más animales. Durante la mañana se había visto por todas partes el
trajín de los sirvientes para atender a los convocados; en la cocina tenían
preparadas grandes fuentes con pasteles y unas empanaditas bien repulgadas que
parecían pequeñas tortuguitas doradas; había jarras de limonada y vino de
Salta. Pero a esa hora ―casi las tres de la tarde― el movimiento de la
servidumbre se había detenido y todos estaban congregados en el patio chico,
junto a la puerta doble del salón, entre el revuelo de faldas y levitas a la
espera de noticias.
Pero de este lado del muro ellos estaban muy solos, y
entre los dos jóvenes amantes las palabras corrieron atropelladas, en forma de
excitados y ansiosos susurros. Ella quería contarle un asunto doméstico de
último minuto. Él calculaba el tiempo que tendrían antes de que todo el mundo
comenzara a dar vueltas otra vez por la casa. Por un momento el joven dudó en
aventurarse y se quedó inmóvil observando el cuerpo de Carmen, tan hermoso, tan
bellamente ataviado. Napoleón había desterrado hacía pocos años de los salones
y de las casas señoriales aquella atroz costumbre de los jubones y los corsés,
y ahora, gracias a la fresca y renovada moda de Francia, Carmen lucía un cómodo
vestido suelto, ceñido bajo el escotado busto adolescente. ¡Francia, qué ideas,
qué locura los tiempos que corren! Ramiro la miró luego a los ojos y notó en
ellos una espera anhelante, una avidez que reflejaba la suya propia: pensó que
algo muy íntimo en Carmen deseaba ser descubierto por las manos de él, como una
fruta olorosa y dulce que permanece oculta en un pastizal a la espera de ser
degustada.
«Hoy es el día», se dijo el muchacho. «Por fin…por
fin!, ¡hoy es el día!»
Ramiro, con las sublevadas ansias de un adolescente,
entre la retahíla de ternezas y juramentos de amor que se cruzaban entre
cuchicheos exaltados ―pero con la inequívoca intención de desbaratarle el
vestido― soltó las manos de Carmen y comenzó a indagar con sus finos dedos en
ese laberinto de botones y presillas que se urdía en la espalda de la joven. No
halló en ello mayores resistencias, y la prenda cedió pronto a sus afanes. Pero
no iba a ser tarea fácil; se había embarcado en un proceso que enseguida se
reveló arduo, dificultado además por la penumbra, por el mareante olor a
humedad y a alfalfa, y también por el pudor y el escarnio de un posible
fracaso. Era la primera vez que Ramiro veía una prenda como aquella. Era un
proceso ―comprendería luego, al endurecer torpemente los primeros lazos que se
tornaron en apretados nudos― que requería de habilidad y paciencia, y que una
vez iniciado ―comprendería también― en ningún caso debía abandonarse: había
encendido en la muchacha un insobornable fuego interior. De inmediato se abocó
a ello. La premura, mala consejera, entorpeció al principio sus manos, que se
enfrentaban como trémulos pajarillos, después de la primera y fácil victoria
ante el vestido, a una intrincada fortaleza interior: el encorsetado corpiño de
Flandes…
De repente se detuvo. Del otro lado del muro le llegó
el sonido ahogado de unas voces, el siseo de las suelas rozando los baldosines
colorados, depositando, con seguridad, en el piso reluciente de doña Francisca
Bazán, el polvo variado del Alto Perú, de Salta, de Cuyo; el polvo de América y
también del mundo, porque los representantes de Buenos Aires habían pisado muy
bien el suelo cosmopolita de su ciudad antes de partir hacia el Norte y algunas
de esas suelas habían transitado incluso los adoquines de París, trayendo
novedades, poco antes de iniciarse el Congreso. Ramiro calculó que varios, tal
vez decenas de hombres se acomodaban en ese momento en el salón contiguo, o se
ponían de pie, o comenzaban o terminaban conciliábulos.
―¿Qué pasa? ―susurró ella.
―Nada, nada…―respondió él.
El muchacho, con los dedos confundidos en el cordaje,
oyó entonces el arrastrar disperso y entrecortado de las numerosas sillas,
prestadas para la ocasión por las mejores familias tucumanas; después, el ruido
de unas palmas llamando al orden y un hombre que habló. Era una voz ronca,
solemne, bien elegida para el acontecimiento. Las palabras rebotaban en el muro
formando un raro eco, o lo atravesaban desarmadas, viajando confusas a través
de las porosidades del adobe, hasta llegar a los oídos de los dos amantes como
una indescifrable masa sonora. Pero aquella voz reverberante y altiva que ellos
no pudieron comprender, mantenía ―eso sí― el tono inconfundible y hermoso de
las grandes y nobles conspiraciones. Eran voces que nacían allí, del otro lado
del muro, pero que en breve cruzarían el territorio entero de las Provincias
Unidas y que, atravesando el océano, penetrarían en la Península como una larga
mecha encendida hasta la corte de Madrid, para horadar con su eco los
reblandecidos cimientos del Imperio.
El joven Ramiro prefirió desentenderse del asunto y
volvió su atención al menester principal. Uno a uno, laborioso y jadeante, fue
liberando los nudos en que se habían convertido aquellos lazos frontales de la
prenda, trabajando en penumbras, muy cerca del corazón de la muchacha,
procurando tal vez llegar hasta él, como un hábil ladrón frente a una caja de
caudales, intuyendo el sendero que conducía, más allá de los afeites y los
atavíos, a la verdadera Carmen, a su más secreta intimidad.
Pero del otro lado del muro, la voz continuaba y era
imposible ignorarla: se elevó notablemente un momento, y culminó una frase con
la florida entonación de una pregunta. El ímpetu de Ramiro también crecía y se
elevaba, dando ahora a sus gestos el condimento del apremio, de la impaciencia,
y de cierta brutalidad: el joven rompió de un tirón un lazo reticente. «No, no,
no» decía ella con la boca, pero «sí, sí, sí» clamaba con el corazón.
Entonces la voz interrogante se multiplicó en
respuestas unánimes. Un coro altisonante atravesó el muro: atronador, festivo,
desafiante, afirmativo.
Mucho había tenido que bregar Ramiro para concretar
aquel sueño peligroso que ahora alcanzaba tras una paciencia centenaria: había
lidiado con sumisiones inconfesables, peticiones ingenuas y con las largas y
absurdas antesalas del amor. Por fin, había decidido enfrentarse a los hechos;
la abuela de su amada, doña Francisca Bazán de Laguna, una anciana de setenta y
dos años, se encontraba presa de sus compromisos, atendiendo el desarrollo del
congreso que se celebraba justo a espaldas de ellos, en el salón principal de
la casa. Se había trasladado a una vivienda contigua, del otro lado de las
huertas y desde allí apuntalaba la logística de las sesiones y digitaba con
anticipación los festejos. Distraída en esos menesteres la tiránica majestad de
la abuela, quedaba desprotegida la nieta.
Del otro lado del muro se oyeron gritos, discusiones
acaloradas.
―¿Qué hacen? ―preguntó el joven.
―Son revolucionarios ―le explicó ella.
Los lazos rebeldes cedieron y algo maravilloso comenzó
a ocurrir: el pecho de Carmen, ensanchado y con la pujanza de sus años mozos,
comenzó a mostrarse en toda su blanca redondez, como una luna creciente
iluminada con luz propia. El joven había allanado el camino con el sortilegio
de las palabras amables, pero con una emoción verdadera. La joven tucumana no
colaboraba ni se resistía; había adoptado una inercia extática, algo entumecida
y anhelante, como si se vislumbrara a sí misma en las fronteras de una revelación
y un desconcierto. Los últimos lazos del corpiño, ya inoperantes, cedieron al
arrebato tenaz de Ramiro y a la contundencia de las decisiones tomadas.
Hay un vértigo de lo irreversible, del momento en que
se cruza un umbral sin retorno. Ese vértigo sintió Ramiro, y acaso también
Carmen, cuando el último de los nudos cedió, cortándose, y dejó caer aquella
prenda aparatosa que tanto había engalanado a la doncella, pero que ahora se
mostraba como un absurdo y obsoleto armatoste arrojado junto al candil,
denunciado por un rayo de luz joven que se abría paso en la tenebrosidad de
aquella estancia. Las carnes, blancas como lunas inmensas, avanzaron resueltas
hacia Ramiro…
―¡Carmen! ¡Carmen! ¡A la cocina! ―se oyó gritar a su
abuela desde las dependencias del fondo. Pero la joven ya no respondía a ese
mandato lejano, sino a algo más íntimo y más propio, que despuntaba bajo la
forma del deseo.
―¡Libertad!
―se oyó el tumulto del otro lado del muro.
―¡Libertad, libertad, libertad! ―repitieron a coro las
voces que sonaron fuerte y claro, extrañamente hermanadas, como fuera de sí,
como si los destinos de aquellos que habían llegado de tan diversos lugares y
con tan dispares objetivos se hubieran ablandado un poco, se hubieran salido un
poco de sí para fundirse en uno solo, cumpliendo un designio que los superaba.
Tal vez Ramiro, en aquel momento sublime, mientras se
precipitaba en ese abismo de felicidad, sintió de alguna manera que ese acto de
amor le otorgaba la mayoría de edad, que lo expulsaba de su infancia para
siempre y lo convertía en hombre. O quizás, vagamente, mientras se confundían
en él los sonidos de las puertas del salón abriéndose y del griterío de la
gente en el patio de las flores, haya cruzado por su espíritu la idea de que
aquella adolescente, Carmen, quedaba unida a él de un modo definitivo. En
cualquier caso supo enfrentarse, con desconocimiento, con miedo, pero también
con coraje, el vértigo de su emancipada hombría, ganada al fin, después de
tanto haberla ansiado y temido; a esa nueva virtud que era también un
compromiso, tan lejano ayer, y ahora irrevocable.
Me encanta este cuento! Felicitaciones!
ResponderEliminarMe encantan como entrelazaste las dos historias, y el ritmo desenfrenado que tiene, tanto en la libertad y pasión del amor en los jóvenes y el frenesí de la joven nación. Felicitaciones
ResponderEliminar¡Gracias por tu comentario, Mirta!
Eliminar