25 noviembre 2020

Profesionales

 

Profesionales

Juan Ángel Cabaleiro

  En el 94 conocí personalmente a Diego Maradona, a Guillermo Cóppola y a algunos de sus amigos. Fue un año malo, muy malo para ellos, pero yo extraje alguna enseñanza.

Era una casa quinta en Moreno, provincia de Buenos Aires, a la que se llegaba por el acceso del Oeste en unos cuarenta minutos desde la Capital. Había que desviarse hacia la derecha al llegar a la avenida del Libertador, cruzar un arroyo y más adelante entrar por Roca hasta una calle llamada Plus Ultra. Una finca de dos hectáreas. Tenía, cómo no, todos los lujos. Un lugar ideal para descansar y replantearse cosas de la vida. O para invitar a los amigos a pasar el domingo, como era el caso. El inmueble incluía una vivienda principal con varias habitaciones y baños, salas de estar, despensas, lavaderos, gimnasio con sauna en el subsuelo… Había, también, dos quinchos, dos parrillas, una pileta de natación de 18 metros de largo, canchas de tenis y pádel, establo para caballos (no había caballos cuando la visité), depósito de forraje y otra finca para los caseros, en medio de un parque enorme con árboles añosos y tupidos, todo rodeado por muros y verjas altísimas. Se destacaba, por supuesto, la cancha de fútbol profesional (algo más chica, tal vez), aparatosamente iluminada y con el césped impecable, junto a los vestuarios.

A las nueve de la mañana me recibió Martorell, el dueño del restaurante Mediterráneo, donde yo trabajaba como Chef. Me había pedido el favor de que fuera a cocinarles ese domingo. Después de recorrer el largo camino desde la entrada, acomodé el auto en el garaje junto a varios todoterrenos y empecé a bajar las cosas: sartenes, ollas, algún aparato eléctrico, la conservadora con la carne y las verduras… todo el material para preparar un almuerzo para una veintena de personas, de las que yo conocía a unas cuantas.

La noche anterior habían recalado en la cocina del restaurante Cóppola, Maradona, el propio Martorrell, que los había invitado, y dos chicas jovencitas, muy altas y delgadas, que al poco tiempo protagonizaron algunos escándalos en la televisión. Martorell me comentó que los muchachos hacían el picadito de fútbol todos los domingos (yo ya sabía lo de los famosos picaditos, pero nunca me los había imaginado así); agregó que esta vuelta le tocaba cocinar a él, así que me iba a pedir que yo lo hiciera en su lugar. Por supuesto, acepté. Joaquín Martorell, el catalán que se mencionó poco después como sospechoso en el crimen de “Poli” Armentano, además de ser mi jefe y el dueño del restaurante, era el mánager de Claudio Caniggia y lo había sido de otros futbolistas importantes del país; pero, sobre todo, era amigo íntimo de Cóppola y de Maradona.

Se trataba de una ocasión especial, si no para ellos, que se reunían casi todos los domingos a jugar al fútbol y a comer y pasar el día en la quinta, sí para mí, como cocinero, ya que podría lucirme por primera vez ante gente famosa, ante auténticos personajes de la farándula. Ya no se trataba de repetir los platos de la carta con las visitas del restaurante, sino que podría proponerles yo alguna creación mía, personal. Pero ¿valdría la pena esmerarme precisamente con esa gente y en ese momento? ¿Serían estos toscos devoradores de asados —salvo Martorell, que odiaba el asado— capaces de valorar un auténtico buen plato? Lo mejor sería, pensé, no cocinarles demasiado bien. Era un dilema profesional el que se me presentaba, y no era la primera vez: darlo todo siempre o reservar las artes para una ocasión verdaderamente especial, ante unos comensales de más nivel. Pero… ¿eran así las cosas? Al final me había decidido por unas codornices asadas con salsa de puerros y un salteado de legumbres. También llevé unas empanaditas tucumanas que pensaba preparárselas fritas, como entrada, y una tabla de quesos y fiambres con pan de campo. Estábamos a mediados de marzo y el calor ya no resultaba tan intratable como unas semanas atrás.

Después de ayudarme con las cosas, Martorell me ubicó en la cocina, me autorizó a hacer y deshacer lo que quisiera y desapareció enseguida dentro de la casa, en un ambiente en el que, de alguna manera, a través de los muros, se palpitaban los sueños pesados y roncos de los muchachos. Yo le había notado en la cara a Martorell restos de palidez que todavía le duraban de la noche anterior, pero él (lo mismo que Cóppola, lo mismo que el propio Diego Maradona) era un tipo acostumbrado a reponerse y continuar enseguida la marcha.

Me puse a trabajar en lo mío. La cocina era enorme y conectaba con una pequeña despensa llena de latas y frascos. Desde la ventana se podía ver, a unos veinte metros, la cancha de fútbol. Alguien vestido con un mameluco azul (un jardinero, supongo) regaba los canteros: al parecer era el único habitante de la casa que estaba despierto a esa hora. De tanto en tanto salía a dar una vuelta por los pasillos, a husmear un poco en los tiempos muertos que me daba la preparación de los platos, y oía la cisterna de un baño, o una voz lejana, apagada por los muros de la casa que parecía demasiado tranquila para el tipo de personas que la habitaban.  

A mediodía ya estaba todo instalado y listo, así que salí nuevamente a recorrer la casa, pero esta vez buscando a Martorell para preguntarle a qué hora iban a almorzar. No estaba, no había nadie por ningún lado, pero sentí ruidos afuera, cerca de la cancha. La cocina principal daba a una galería de madera con sillones y después al terreno inmenso donde estaba la zona de deportes. Fui a ver por allí. En la puerta de los vestuarios llamé y un par de minutos después salió a recibirme Cóppola, muy serio, con el equipamiento deportivo completo y muy nuevo, como si lo estuviera estrenando. Se me ocurrió pensar que haría el ridículo así vestido, jugando con todos los demás un picadito informal de domingo al mediodía.

—¿Qué hacés acá? —me preguntó en tono neutro, menos amable que de costumbre. No sonreía.

—Nada. Quería preguntarle a Joaquín a qué hora comían…

—Ahora dejalo a Joaquín; vos calculale dos horas, más o menos, desde que termina el partido.

Dos horas me pareció demasiado, pero no dije nada. Cóppola seguía de pie, justo en medio de la puerta del vestuario, sin moverse, con la mano izquierda apoyada en el marco metálico, esperando seguramente que me marchara de vuelta a la cocina. Noté que no llevaba el Rolex plateado que le veía siempre en el restaurante. Adentro apenas se oían movimientos.

Me quedé un instante observándolo hasta que señalé con la barbilla hacia el interior del vestuario.

—¿Qué hacen, che?

 Cóppola tenía cara de fastidio, como si le estuviera interrumpiendo algo importante.

—Están concentrados los muchachos —me respondió serio, con la voz cascada, cavernosa, todavía nocturna y cargada con la resaca de la juerga reciente; era la primera vez que veía a Guillote a la luz del sol. Tenía la cara un poco hinchada y roja, en contraste con el cabello blanco artificialmente abultado y peinado hacia atrás. A mí, poco tenía ya para ocultarme, con las veces que lo había visto metiendo las manos en la masa. Por lo general, después del circuito de boliches, los muchachos ultimaban sus tropelías en el restaurante, a última hora de la noche, ya en estado calamitoso, y muchas veces se refugiaban en la cocina para esquivar las miradas indiscretas de los comensales. A esa hora normalmente quedábamos el peruano y yo limpiando y recogiendo todo para cerrar el local, así que la pandilla insaciable comandada por el Diego y por Martorell encontraba un momento de remanso entre los fogones, en la mesada de aluminio, ya lejos de la cohorte de aduladores y mangantes, y aprovechaba para hacer sus cositas más privadas y comentar los avatares de la noche en una jerga cómplice que yo muchas veces no alcanzaba a entender.

—¿Concentrados? ¿Para qué? —dije.

Cóppola me miró con extrañeza, entrecerrando los ojos, como si el reflejo del sol lo encandilara, y tal vez fuera así, porque en esa ocasión no llevaba puestos sus infaltables anteojos de sol.

—¿Cómo para qué? Para el partido. 

Se refería al picadito dominguero que estaban a punto de disputar, si podían, los sobrevivientes de la barahúnda de excesos de la noche anterior. Me los imaginaba tropezando por la cancha, destilando alcohol, baboseándose gritos unos a otros. O no tanto, pero al menos con el abatimiento y la inoperancia esperable en esa caterva de disolutos.

Guillote me había comentado una de esas noches, en la cocina de Mediterráneo, que él también había sido futbolista. De Racing, al principio, unos cuántos años atrás. Pero siempre repetía la anécdota del día que jugó unos minutos en la primera de Boca, en el año 80, como regalo de cumpleaños —a pedido del loco Gatti y con la aprobación recelosa de Rattín—. Lo dejé. Me fui sin poder espiar nada y volví a la cocina, con mis cosas, imaginándome el espectáculo de estos tipos jugando al fútbol, vaya uno a saber en qué condiciones.

Por la ventana, a través de la galería, se podía ver la cancha. A la media hora, más o menos, me llevé la gran sorpresa; los vi salir a todos, la mayoría muchachos de la noche porteña, amigos de Maradona y de Cóppola relacionados de alguna manera con el ambiente del fútbol, trotando hacia la cancha para jugar el picadito del domingo. Iban con el equipamiento completo, idéntico para todos los jugadores: camisetas, pantalones, medias. Observé que hasta los botines eran iguales. Los arqueros tenían colores diferentes, claro. Delante de ellos habían salido tres árbitros vestidos como para un partido oficial de campeonato. Revisaron las redes, comprobaron las tarjetas y se reunieron en el centro del campo a observar sus relojes. Vi a Maradona, que jugaba para los azules, impecable, haciendo jueguitos con la pelota. Entre los anaranjados estaba Martorell y había dos jugadores de la primera de Boca, unos chicos que acababan de incorporarse al club y que supe después por Martorell que estaban ahí clandestinamente, ya que no podían jugar ese tipo de partidos por una cuestión de contrato. Maradona los había llevado. Coppola y Diego eran del mismo equipo, junto con Claudio Paul Caniggia (que recién ahí pude ver por primera vez, saliendo al trote del vestuario) y otros que no conocía. Entre los naranjas había varios que yo había visto en el restaurante junto con Cóppola y Diego y que sé que eran o habían sido futbolistas, no me pregunten los nombres. Algunos, supe, eran amigos de la infancia de Maradona, o tipos que habían jugado con él en Argentinos Juniors. El sol caía vertical sobre la cancha. Todos hacían estiramientos o trotaban.

Durante el partido me distraje colocando la vajilla en la mesa del salón. Por ahí me acercaba a verlos: en una ocasión, el árbitro recriminaba a Claudio Paul no sé qué cosa, y Caniggia acataba con las manos a la espalda. También vi a Diego patear un tiro libre (mal) y hacer unas pocas jugadas insulsas. Mucho más interesantes me parecieron las vitrinas del salón, llenas de trofeos y fotografías enmarcadas, muchas de ellas con personajes famosos que le dedicaban a Diego inscripciones ilegibles y firmas orgiásticas. Había también una multitud de camisetas de diferentes equipos. Durante un buen rato me tiré en los sillones del salón, que eran larguísimos y de una comodidad increíble.

Cuando me acerqué otra vez a la cancha ya estaban en los minutos finales. Al terminar el partido vi cómo todos aplaudían y se felicitaban, con lo que no me quedó claro quién había resultado ganador. Después fueron entrando en la sala de reuniones que estaba junto al vestuario. Ahí vino mi segunda gran sorpresa. Había una mesa rectangular con sillas acolchadas azules alrededor; los jugadores se ubicaron en sus lugares. De un armarito metálico gris, Cóppola sacó unas planillas (unas cartulinas alargadas llenas de casilleros), que repartió entre todos. Fueron comentando el partido, jugada a jugada. Después, comenzando por el arquero, todos fueron evaluados por los demás en diversos aspectos: rendimiento, juego de cabeza, desplazamiento en la cancha, amortiguación, pases largos, etc. Parecía una junta de ejecutivos adoptando decisiones cruciales. Todos parecían recordar muy bien cada jugada

—¿Para qué hacen esto? —le pregunté después a Martorell, que había salido un momento de la sala llevándome del brazo, como quien saca a un intruso que curiosea sin motivo.

—Es para calificar —dijo—. Así se hace el seguimiento de los jugadores.

—¡Pero si estos están de vuelta de todo, ya! —comenté.

Martorell me miró serio, casi preocupado.

—Acá no —dijo—. Acá siguen siendo profesionales.

 

No sé con exactitud qué abarcaba ese “acá” (¿las dimensiones, el perímetro de la quinta?, ¿ese grupo concreto de gente? ¿el fútbol en general?), pero la respuesta, en cualquier caso, me impactó. De regreso a la cocina, ultimando los preparativos del almuerzo, advertí que una sensación muy sutil de frustración se me acomodaba en el pecho, como si el hecho de no estar haciendo bien mi trabajo (bien del todo) me anulara, dejara fuera de servicio una potencialidad que había en mí, y eso me encendía el fuego de esa frustración. Fue entonces cuando comprendí cuál era el condimento fundamental de esas vidas, el ingrediente que muchos no conocen porque no lo saben distinguir (no pueden distinguirlo) en la gente que admiran: descubrí que, en medio de esas vidas desordenadas, caóticas, de una avidez vertiginosa en la que todo parece quedar muy atrás, como si no importara; en medio del caldo de todos los vicios que era aquel clan libertino que recorría Buenos Aires persiguiendo en la noche y a los tumbos ese espejismo: la sal de la vida. En esas vidas, digo, había escondida, muy secreta, una tabla de salvación. Supe que el talento, el dinero, la fama, el éxito de todos ellos, no habían sido fruto de un capricho o de un azar, porque todos ellos tenían un valor irrenunciable que los salvaba, un reducto (de lucidez o de fanatismo) que habían sabido cuidar hasta el final; ese punto de apoyo, el fútbol, lo explicaba todo: eran profesionales.

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