Media hora más tarde estaban casi al final de la avenida Aconquija, en
una de las zonas más exclusivas de Yerba Buena, rodeados de caserones
imponentes que se alzaban en medio de amplios jardines. Estaba oscura la zona y
el aire que se colaba por las ventanillas de la camioneta les traía ahora algo
de la humedad y la frescura del cerro San Javier. Al fin, se metieron por una
calle enripiada y penumbrosa y comenzaron a observar las viviendas. Un poco más
adelante se cruzaron con un patrullero que salía para la avenida, sin novedades.
Después de dar varias vueltas muy despacio, el gitano estiró un dedo hacia el
parabrisas y opinó:
―Mire, don Reyna. ¿Qué le parece esta?
El gordo pisó el freno y la camioneta se detuvo con un sonido de latas.
Apagó el motor y los cuatro se quedaron un momento en silencio. Observaron.
Estaban debajo de la sombra de un paraíso que apenas se movía con la brisa de
la noche. Un poco más adelante, desde el medio de la calle, el alumbrado echaba
una luz tenue pero muy blanca, que daba a la escena el aspecto tétrico de
escenografía de teatro pobre. Frente a ellos, sin embargo, haciendo esquina, no
había el menor indicio de pobreza, sino un caserón lujoso, rodeado de un jardín
con faroles y varios autos estacionados en el césped. Afuera no había nadie,
pero en el interior de la casa, tras la cortina de los ventanales, se advertía
algún movimiento: música y el trasiego de personas. Tal vez una reunión
familiar.
―Linda joda, che ―reflexionó Reyna.
No circulaban vehículos y no se veía a nadie por los alrededores. El
patrullero no volvió a aparecer.
―¡Qué autazos! ―clamó el gitano.
Los dos de atrás no decían nada, así que el gordo se giró para verlos;
Alberto tenía una pistola 9 milímetros en la mano: era un arma plateada,
enorme. El Orejudo sacó un revólver calibre 22 y lo apoyó en las rodillas para
revisarlo. El sonido de la música les llegaba apagado desde la casa, con el
ritmo machacante de un lavarropas viejo. Con una seña, Reyna les indicó el
respaldo trasero de la camioneta y se quedó observándolos. Marcelo metió la
mano detrás y sacó una carabina como las que se usan para la caza, pero con el
caño recortado, y se la pasó al gordo.
―¿Se animan? ―preguntó Reyna.
―Para eso vinimos, ¿no? ―respondió Alberto, y abrió la puerta de la
camioneta.
―Vamos, maestro, que esto es pan comido ―comentó el Orejudo. Cuando se
bajaron los tres, el gitano se pasó al asiento del conductor.
Reyna llevaba un pantalón de vestir y una camisa clara que le quedaba un
poco chica, arremangada hasta la mitad del antebrazo; así, sesentón y obeso,
sin la menor prevención, con el arma en la mano, cualquiera hubiera dicho que
el gordo era un comisario de la Brigada de Investigaciones.
Enfilaron para la casa, Reyna iba al frente, seguido por Alberto y
Marcelo unos pasos más atrás. Cuando estuvo delante de la puerta principal, el
gordo, sin molestarse en ocultar el arma, tocó el timbre.
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